jueves, 15 de julio de 2010

El cuaderno rojo


Hacia tiempo que no devoraba un libro con verdadera fruición, de forma rápida y ágil, haciendo caso omiso del reloj, de la madrugada o del sueño. Vertiginosamente, como un ratón de biblioteca, fui engullendo sus páginas, desde la primera a la última, sin interrupción.

Es cierto que tan sólo se trataba de una recopilación muy breve (y acentúo, muy breve) de relatos, de historias y anécdotas, fáciles y asequibles. Un delicioso cóctel de experiencias. De las que atrapan. Escritas sin artificios y de manera simple. Una combinación de fábulas convenientemente desprovistas de figuras retóricas que compliquen innecesariamente su comprensión con el fin de compartir con el lector las vivencias y moralejas que han conformado la vida y obra de quien las escribe. Es como sentarse en un café y escuchar a un amigo de toda la vida hablarnos sobre las lecciones y enseñanzas que le han procurado los años.

La manera en que las casualidades y el destino perturban y conforman nuestra existencia es el punto de inflexión de El cuaderno rojo de Paul Auster, es decir, el cómo la espontaneidad de un hecho puede condicionar el resto de nuestra vida. Una reflexión sobre encuentros y coincidencias, sucesos inconscientes y las consecuencias en el devenir de nuestra propia historia. El cómo la biografía de alguien se basa en gran medida en la suerte, rebelde e imprevista.


Además, resulta más que curioso observar cómo todas esas vivencias personales que relata el autor han sido volcadas en sus novelas. Constituyen pequeños guiños a la realidad, fácilmente reconocibles en la narración. Rastros y señales sobre su propia vida y reminiscencias a aquellos relatos que familiares y amigos compartieron con él sin pensarlo dos veces, de forma tan generosa como él ha hecho con nosotros en El cuaderno rojo.

Un ejemplo de cómo esas experiencias han tomado parte en la vida de los protagonistas de las historias de Auster es que el mismo pudo salir adelante gracias a la herencia que le dejó su padre. Tal argumento parece desarrollarse de forma insistente en sus novelas: la vida apocada e inconsciente de alguien da un giro de la noche a la mañana tras el cobro de una herencia inesperada o de un encuentro involuntario. Novelas como El Palacio de la Luna y La música del Azar son dos muestras de ello.

El cuaderno rojo de Paul Auster no es sólo una reflexión sobre coincidencias e infortunios. Además de contener una carga de optimismo en cada historia, nos permite conocer mejor al autor y su obra. Comprender mejor la intencionalidad de sus novelas.

martes, 13 de julio de 2010

Entre lo extraordinario y lo inesperado: Roald Dahl.


Me gusta pensar que la lectura es el medio idóneo para estimular nuestra imaginación, aprender, despertar nuestra curiosidad y mejorar el uso que hacemos del lenguaje. Pero, en muchas ocasiones, sobre todo a edades tempranas, acertar con la novela adecuada es determinante a la hora de formar a un futuro lector. Quizá lo más difícil sea provocar el entusiasmo y el interés, fomentar la búsqueda de obras que satisfagan los nuevos apetitos surgidos. Es entonces cuando el factor sorpresa es decisivo.

Ilustración de Quentin Blake.

Si hay alguien que es capaz de aunar en una misma historia agilidad, acción y un final desconcertante, entre lo siniestro y lo gracioso, ése es Roald Dahl. Además, a diferencia de muchos otros escritores, la obra de Roald Dahl puede presumir de acompañar al lector en su infancia, adolescencia y madurez. Es imposible pasar por alto el ingenio del británico y su capacidad para entusiasmar a tantas generaciones. Su prosa y poesía para niños desemboca de una manera fresca y pícara en sus novelas y cuentos para adultos.

Por su carácter desenfadado, ligero e histriónico no olvidamos Historias extraordinarias y Relatos de lo inesperado. Se trata de una selección de fábulas donde se suceden situaciones inverosímiles, breves, pero atractivas, entre lo cotidiano y lo macabro. Seduce la rapidez, el estilo directo, el genio y la habilidad para sorprender y apresar al lector en un instante. Es difícil no dejarse llevar por un ritmo vertiginoso, no falto de detalles y calidad narrativa.

Cabe destacar también El gran cambiazo. En la misma línea que los anteriores, mantiene el interés con auténtica pericia y socarronería. La historia principal, que da título a la compilación, narra un intercambio de parejas en el que las mujeres ignoran tal trueque. El protagonista de dos de los relatos contenidos en El gran cambiazo es el excéntrico multimillonario Oswald, el mismo protagonista que el de la novela Mi tío Oswald.

Resulta muy difícil escapar a la fascinación que provocan los relatos de Roald Dahl. Recomendarlos es el mejor ejercicio para envolverse una vez más de esas historias divertidas, inquietantes y llamativas que tanto nos han entretenido. Y que lo seguirán haciendo.

Descubriendo a Patricia Highsmith (Primera Parte)



"No se me ocurre nada que pueda avivar, recrear y hacer vagar la imaginación tanto como la idea o el hecho de que alguien con quien te cruces por la acera, en cualquier lugar, pueda ser un sádico, un ladrón compulsivo o incluso un asesino. Todas estas posibilidades bullen lentamente en la mente, pero permanecen porque son elementos auténticos de la condición humana, trágicos, tristes, curables o incurables, a veces fatales y, en algunos momentos, graciosos."

Patricia Highsmith (1921 -1995)

lunes, 12 de julio de 2010

Arena i esport.


Amb una lleugera brisa, gairebé imperceptible baix la calidesa dels darrers raigs de sol, una marea de peus nus es disposa a abandonar tímidament la vora de la platja. Xiquets, joves, adults i ancians recullen les pertinences que minuts abans jeien en l’arena amb estètica descuidada: una tovallola ací, la pala i el cub del benjamí uns metres més enllà, una cadira descolorida i oxidada que prompte descansarà prop de algun contenidor del passeig marítim i un fum de colorits parasols que comencen a tancar-se en un ritual quasi rítmic. Els més peresossos aguaiten en les seues tumbones l’inevitable capvespre. Místic i idealitzat, amb sabor a sal.

Fotografia de www.carreraspopulares.com

Mentre el sol comença a amagar-se rere l’eclèctica massa de grisos edificis i cases baixes que marca el límit entre l’asfixiant urb i el litoral, centenars de persones s’agrupen junt a la Platja de la Malvarrosa dibuixant un estrany conglomerat de colors i números. Com si d’un arc de Sant Martí andant es tractara, homes i dones es difuminen en una mar de samarretes vermelles, blaves, grogues i roses. De la seua roba penjen dorsals. 598. 597. 1489. 1141. 696… Els números ballen. Es mouen de forma mecànica, simètrica. Boten dalt i baix. Les cames i braços s’agiten en un moviment estudiat i quasi inconscient al compàs de l'últim èxit de vendes, un so repetitiu i agobiador com la calor.

Poc a poc, els atletes, professionals i aficionats, deixen enrere la cruesa del paviment i s’endintren en un terreny completament diferent. Amb un lent balanceig, evitant afonar-se en l’arena de la platja, els corredors s’arremolinen en torn l’arc d’eixida. Son les vuit de la vesprada. La IX Edición Volta Amstel a les Platges està a punt de començar.

Arena y deporte.


Con una ligera brisa, casi imperceptible bajo la calidez de los últimos rayos de sol, una marea de pies descalzos se dispone a abandonar tímidamente la orilla de la playa. Niños, jóvenes, adultos y ancianos recogen las pertenecías que minutos antes yacían en la arena con estética descuidada: una toalla aquí, la pala y el cubo del benjamín unos metros más allá, una silla descolorida y oxidada que pronto descansará cerca de algún contenedor del paseo marítimo y un sinfín de coloridas sombrillas que comienzan a cerrarse en un ritual casi rítmico. Los más perezosos aguardan en sus tumbonas el inevitable atardecer. Místico e idealizado, con sabor a sal.

Fotografía de www.carreraspopulares.com

Mientras el sol comienza a esconderse tras la ecléctica masa de grises edificios y casas bajas que marca el límite entre la asfixiante urbe y el litoral, centenares de personas se agrupan junto a la Playa de la Malvarrosa dibujando un extraño conglomerado de colores y números. Como si de un arco iris andante se tratase, hombres y mujeres se difuminan en un mar de camisetas rojas, azules, amarillas y rosas. De su ropa penden dorsales. 598. 597. 1489. 1141. 696… Los números bailotean. Se mueven de forma mecánica, simétrica. Saltan arriba y abajo. Las piernas y brazos se agitan en un movimiento estudiado y casi inconsciente al compás del último éxito de ventas, un soniquete repetitivo y apabullante como el calor.

Poco a poco, los atletas, profesionales y aficionados, abandonan la dureza del pavimento y se adentran en un terreno completamente diferente. Con un lento vaivén, evitando hundirse en la arena de la playa, los corredores se agolpan entorno al arco de salida. Son las ocho de la tarde. La IX Edición Volta Amstel a les Platges va a comenzar.

miércoles, 7 de julio de 2010

El paraguas.


Fotografía de Paul Preece.

Se esfuerza en recordar la manera exacta en la que ha llegado hasta allí. Desconoce cuál ha sido el desencadenante que la ha traído de vuelta a ese lugar y repasa hasta la extenuación lo acontecido en los últimos días. Todo ha sucedido demasiado rápido. Le reconforta creer que una mano, casi divina, ha ejecutado con maestría una jugada en el excepcional tablero de ajedrez que simboliza su vida. Le divierte pensar que ella es la reina y no un simple peón.

Está sentada en un banco de madera contrachapada de color verde. Permanece inmutable pese a los nervios. Sabe que no tiene nada que temer, pero está algo preocupada. Siempre lo está. Se siente ridícula ahí sentada esperando. Transcurren lentamente los minutos y ella sigue allí, tan inmóvil que parece mimetizarse con el entorno. El ambiente es tedioso, no hay actividad, las coloridas paredes han perdido su alegría, se han difuminado en una atmósfera gris. Sabe que no es cierto, pero diría que en algún momento pudo vislumbrar una tenue niebla danzando lentamente por el interior del edificio. Las luces apenas iluminan la estancia. Allí, aparte de ella, sólo hay un incómodo silencio. A veces pisadas, voces y alguna cara conocida. La saludan con un cariño que la conmueve. Fuera el ambiente es extremadamente húmedo, no logra recordar cuánto tiempo hace que ha empezado a llover.

Durante las últimas semanas no ha dejado de reconstruir una y otra vez estas escenas en su cabeza intentando darles un sentido. ¿Era octubre? Es probable. El día no lo recuerda, aunque está casi segura de que era jueves. Llegaba un día tarde. Pensándolo bien, quizá más. Cosas del destino, caprichoso y voluble. Aún así nunca ha dejado de creer en él.

Sigue allí sentada, en el mismo lugar. Sólo mueve las piernas. Se trata de un ejercicio intermitente, casi automático, para evitar la desidia y el incómodo hormigueo que le produce permanecer en la misma posición. ¿Hacía ya una hora que estaba allí? Una voz femenina, divertida y afable, inteligente y sabia, le dice que no espere más. “¡Pasa, pasa! ¿Son sólo esos papeles? ¡Mujer! ¡Haberlo dicho antes! Para ese trámite no es necesario que esperes a nadie en particular.” En realidad, si ha aguardado largo tiempo allí plantada es por reencontrarse con él. No sabe qué le empuja hacerlo. Nunca antes había sentido esa necesidad. Quería darle las gracias por haber estado en el lugar adecuado en el momento idóneo. Más tarde, meses después, alimentaría la ilusión de que el destino les daba una nueva oportunidad.

Tiempo atrás él le había hecho una pregunta sobre su futuro, ella no la supo interpretar y contestó una incongruencia para salir del paso. Ahora es capaz de recordar la tristeza que emanaba de su voz. Él le había lanzado un grito desesperado y no lo supo ver: “No te alejes, quiero protegerte y enseñarte todo lo que sé antes de que te vayas. Todavía es pronto para que vueles sola.”

Agitadamente cruza el umbral de la puerta sintiéndose decepcionada y ridícula. Se dirige hacia el exterior donde la lluvia continúa empapando la hiedra. Él está allí. “¿Llego tarde? Lo siento. La lluvia… la carretera… los atascos… el coche…” En realidad, él no le da muchas explicaciones. Nunca las daba. Ella no las necesita, se las imagina.

Con un movimiento absurdo, casi imperceptible, azaroso e inseguro que dura pocos segundos, ella rompe en dos el mango del paraguas que se dispone abrir para guarecerse de la llovizna. Él se ríe o hace una mueca en un acto reflejo por corresponder la sonrisa de aquella chica que le mira algo aturdida. Está completamente segura de que todo ha sucedido tan rápido que él ni tan siquiera se ha percatado de su estupidez nerviosa. Refugiados bajo el saliente de la entrada, ella le cuenta con frenesí lo acontecido en los últimos meses, los proyectos y planes. Quiere impresionarle. Hace tanto que no se ven. Él la observa dos escalones por encima y apenas dice nada. La mira con gesto perdido mientras ella sigue con su agitada cantinela.

Durante los meses siguientes no ha dejado de preguntarse qué pensaba él mientras la observaba: ¿La había echado de menos? ¿Analizaba embelesado los cambios en su rostro? ¿O sólo tenía prisa por marcharse y buscaba educadamente un silencio en su discurso para escabullirse con palabras de ánimo?

Se despiden. Ella se marcha haciendo malabares por sujetar el paraguas bajo la lluvia. Es probable que ya hubiera dejado de llover, pero ella no lo percibe. Vuelve a casa. Durante el trayecto anda despistada, sus labios reclaman una sonrisa. No se da cuenta de que está enamorada. Se percataría mucho después, cuando empezó a desear verlo cada mañana.