jueves, 15 de julio de 2010

El cuaderno rojo


Hacia tiempo que no devoraba un libro con verdadera fruición, de forma rápida y ágil, haciendo caso omiso del reloj, de la madrugada o del sueño. Vertiginosamente, como un ratón de biblioteca, fui engullendo sus páginas, desde la primera a la última, sin interrupción.

Es cierto que tan sólo se trataba de una recopilación muy breve (y acentúo, muy breve) de relatos, de historias y anécdotas, fáciles y asequibles. Un delicioso cóctel de experiencias. De las que atrapan. Escritas sin artificios y de manera simple. Una combinación de fábulas convenientemente desprovistas de figuras retóricas que compliquen innecesariamente su comprensión con el fin de compartir con el lector las vivencias y moralejas que han conformado la vida y obra de quien las escribe. Es como sentarse en un café y escuchar a un amigo de toda la vida hablarnos sobre las lecciones y enseñanzas que le han procurado los años.

La manera en que las casualidades y el destino perturban y conforman nuestra existencia es el punto de inflexión de El cuaderno rojo de Paul Auster, es decir, el cómo la espontaneidad de un hecho puede condicionar el resto de nuestra vida. Una reflexión sobre encuentros y coincidencias, sucesos inconscientes y las consecuencias en el devenir de nuestra propia historia. El cómo la biografía de alguien se basa en gran medida en la suerte, rebelde e imprevista.


Además, resulta más que curioso observar cómo todas esas vivencias personales que relata el autor han sido volcadas en sus novelas. Constituyen pequeños guiños a la realidad, fácilmente reconocibles en la narración. Rastros y señales sobre su propia vida y reminiscencias a aquellos relatos que familiares y amigos compartieron con él sin pensarlo dos veces, de forma tan generosa como él ha hecho con nosotros en El cuaderno rojo.

Un ejemplo de cómo esas experiencias han tomado parte en la vida de los protagonistas de las historias de Auster es que el mismo pudo salir adelante gracias a la herencia que le dejó su padre. Tal argumento parece desarrollarse de forma insistente en sus novelas: la vida apocada e inconsciente de alguien da un giro de la noche a la mañana tras el cobro de una herencia inesperada o de un encuentro involuntario. Novelas como El Palacio de la Luna y La música del Azar son dos muestras de ello.

El cuaderno rojo de Paul Auster no es sólo una reflexión sobre coincidencias e infortunios. Además de contener una carga de optimismo en cada historia, nos permite conocer mejor al autor y su obra. Comprender mejor la intencionalidad de sus novelas.

martes, 13 de julio de 2010

Entre lo extraordinario y lo inesperado: Roald Dahl.


Me gusta pensar que la lectura es el medio idóneo para estimular nuestra imaginación, aprender, despertar nuestra curiosidad y mejorar el uso que hacemos del lenguaje. Pero, en muchas ocasiones, sobre todo a edades tempranas, acertar con la novela adecuada es determinante a la hora de formar a un futuro lector. Quizá lo más difícil sea provocar el entusiasmo y el interés, fomentar la búsqueda de obras que satisfagan los nuevos apetitos surgidos. Es entonces cuando el factor sorpresa es decisivo.

Ilustración de Quentin Blake.

Si hay alguien que es capaz de aunar en una misma historia agilidad, acción y un final desconcertante, entre lo siniestro y lo gracioso, ése es Roald Dahl. Además, a diferencia de muchos otros escritores, la obra de Roald Dahl puede presumir de acompañar al lector en su infancia, adolescencia y madurez. Es imposible pasar por alto el ingenio del británico y su capacidad para entusiasmar a tantas generaciones. Su prosa y poesía para niños desemboca de una manera fresca y pícara en sus novelas y cuentos para adultos.

Por su carácter desenfadado, ligero e histriónico no olvidamos Historias extraordinarias y Relatos de lo inesperado. Se trata de una selección de fábulas donde se suceden situaciones inverosímiles, breves, pero atractivas, entre lo cotidiano y lo macabro. Seduce la rapidez, el estilo directo, el genio y la habilidad para sorprender y apresar al lector en un instante. Es difícil no dejarse llevar por un ritmo vertiginoso, no falto de detalles y calidad narrativa.

Cabe destacar también El gran cambiazo. En la misma línea que los anteriores, mantiene el interés con auténtica pericia y socarronería. La historia principal, que da título a la compilación, narra un intercambio de parejas en el que las mujeres ignoran tal trueque. El protagonista de dos de los relatos contenidos en El gran cambiazo es el excéntrico multimillonario Oswald, el mismo protagonista que el de la novela Mi tío Oswald.

Resulta muy difícil escapar a la fascinación que provocan los relatos de Roald Dahl. Recomendarlos es el mejor ejercicio para envolverse una vez más de esas historias divertidas, inquietantes y llamativas que tanto nos han entretenido. Y que lo seguirán haciendo.

Descubriendo a Patricia Highsmith (Primera Parte)



"No se me ocurre nada que pueda avivar, recrear y hacer vagar la imaginación tanto como la idea o el hecho de que alguien con quien te cruces por la acera, en cualquier lugar, pueda ser un sádico, un ladrón compulsivo o incluso un asesino. Todas estas posibilidades bullen lentamente en la mente, pero permanecen porque son elementos auténticos de la condición humana, trágicos, tristes, curables o incurables, a veces fatales y, en algunos momentos, graciosos."

Patricia Highsmith (1921 -1995)

lunes, 12 de julio de 2010

Arena i esport.


Amb una lleugera brisa, gairebé imperceptible baix la calidesa dels darrers raigs de sol, una marea de peus nus es disposa a abandonar tímidament la vora de la platja. Xiquets, joves, adults i ancians recullen les pertinences que minuts abans jeien en l’arena amb estètica descuidada: una tovallola ací, la pala i el cub del benjamí uns metres més enllà, una cadira descolorida i oxidada que prompte descansarà prop de algun contenidor del passeig marítim i un fum de colorits parasols que comencen a tancar-se en un ritual quasi rítmic. Els més peresossos aguaiten en les seues tumbones l’inevitable capvespre. Místic i idealitzat, amb sabor a sal.

Fotografia de www.carreraspopulares.com

Mentre el sol comença a amagar-se rere l’eclèctica massa de grisos edificis i cases baixes que marca el límit entre l’asfixiant urb i el litoral, centenars de persones s’agrupen junt a la Platja de la Malvarrosa dibuixant un estrany conglomerat de colors i números. Com si d’un arc de Sant Martí andant es tractara, homes i dones es difuminen en una mar de samarretes vermelles, blaves, grogues i roses. De la seua roba penjen dorsals. 598. 597. 1489. 1141. 696… Els números ballen. Es mouen de forma mecànica, simètrica. Boten dalt i baix. Les cames i braços s’agiten en un moviment estudiat i quasi inconscient al compàs de l'últim èxit de vendes, un so repetitiu i agobiador com la calor.

Poc a poc, els atletes, professionals i aficionats, deixen enrere la cruesa del paviment i s’endintren en un terreny completament diferent. Amb un lent balanceig, evitant afonar-se en l’arena de la platja, els corredors s’arremolinen en torn l’arc d’eixida. Son les vuit de la vesprada. La IX Edición Volta Amstel a les Platges està a punt de començar.

Arena y deporte.


Con una ligera brisa, casi imperceptible bajo la calidez de los últimos rayos de sol, una marea de pies descalzos se dispone a abandonar tímidamente la orilla de la playa. Niños, jóvenes, adultos y ancianos recogen las pertenecías que minutos antes yacían en la arena con estética descuidada: una toalla aquí, la pala y el cubo del benjamín unos metros más allá, una silla descolorida y oxidada que pronto descansará cerca de algún contenedor del paseo marítimo y un sinfín de coloridas sombrillas que comienzan a cerrarse en un ritual casi rítmico. Los más perezosos aguardan en sus tumbonas el inevitable atardecer. Místico e idealizado, con sabor a sal.

Fotografía de www.carreraspopulares.com

Mientras el sol comienza a esconderse tras la ecléctica masa de grises edificios y casas bajas que marca el límite entre la asfixiante urbe y el litoral, centenares de personas se agrupan junto a la Playa de la Malvarrosa dibujando un extraño conglomerado de colores y números. Como si de un arco iris andante se tratase, hombres y mujeres se difuminan en un mar de camisetas rojas, azules, amarillas y rosas. De su ropa penden dorsales. 598. 597. 1489. 1141. 696… Los números bailotean. Se mueven de forma mecánica, simétrica. Saltan arriba y abajo. Las piernas y brazos se agitan en un movimiento estudiado y casi inconsciente al compás del último éxito de ventas, un soniquete repetitivo y apabullante como el calor.

Poco a poco, los atletas, profesionales y aficionados, abandonan la dureza del pavimento y se adentran en un terreno completamente diferente. Con un lento vaivén, evitando hundirse en la arena de la playa, los corredores se agolpan entorno al arco de salida. Son las ocho de la tarde. La IX Edición Volta Amstel a les Platges va a comenzar.

miércoles, 7 de julio de 2010

El paraguas.


Fotografía de Paul Preece.

Se esfuerza en recordar la manera exacta en la que ha llegado hasta allí. Desconoce cuál ha sido el desencadenante que la ha traído de vuelta a ese lugar y repasa hasta la extenuación lo acontecido en los últimos días. Todo ha sucedido demasiado rápido. Le reconforta creer que una mano, casi divina, ha ejecutado con maestría una jugada en el excepcional tablero de ajedrez que simboliza su vida. Le divierte pensar que ella es la reina y no un simple peón.

Está sentada en un banco de madera contrachapada de color verde. Permanece inmutable pese a los nervios. Sabe que no tiene nada que temer, pero está algo preocupada. Siempre lo está. Se siente ridícula ahí sentada esperando. Transcurren lentamente los minutos y ella sigue allí, tan inmóvil que parece mimetizarse con el entorno. El ambiente es tedioso, no hay actividad, las coloridas paredes han perdido su alegría, se han difuminado en una atmósfera gris. Sabe que no es cierto, pero diría que en algún momento pudo vislumbrar una tenue niebla danzando lentamente por el interior del edificio. Las luces apenas iluminan la estancia. Allí, aparte de ella, sólo hay un incómodo silencio. A veces pisadas, voces y alguna cara conocida. La saludan con un cariño que la conmueve. Fuera el ambiente es extremadamente húmedo, no logra recordar cuánto tiempo hace que ha empezado a llover.

Durante las últimas semanas no ha dejado de reconstruir una y otra vez estas escenas en su cabeza intentando darles un sentido. ¿Era octubre? Es probable. El día no lo recuerda, aunque está casi segura de que era jueves. Llegaba un día tarde. Pensándolo bien, quizá más. Cosas del destino, caprichoso y voluble. Aún así nunca ha dejado de creer en él.

Sigue allí sentada, en el mismo lugar. Sólo mueve las piernas. Se trata de un ejercicio intermitente, casi automático, para evitar la desidia y el incómodo hormigueo que le produce permanecer en la misma posición. ¿Hacía ya una hora que estaba allí? Una voz femenina, divertida y afable, inteligente y sabia, le dice que no espere más. “¡Pasa, pasa! ¿Son sólo esos papeles? ¡Mujer! ¡Haberlo dicho antes! Para ese trámite no es necesario que esperes a nadie en particular.” En realidad, si ha aguardado largo tiempo allí plantada es por reencontrarse con él. No sabe qué le empuja hacerlo. Nunca antes había sentido esa necesidad. Quería darle las gracias por haber estado en el lugar adecuado en el momento idóneo. Más tarde, meses después, alimentaría la ilusión de que el destino les daba una nueva oportunidad.

Tiempo atrás él le había hecho una pregunta sobre su futuro, ella no la supo interpretar y contestó una incongruencia para salir del paso. Ahora es capaz de recordar la tristeza que emanaba de su voz. Él le había lanzado un grito desesperado y no lo supo ver: “No te alejes, quiero protegerte y enseñarte todo lo que sé antes de que te vayas. Todavía es pronto para que vueles sola.”

Agitadamente cruza el umbral de la puerta sintiéndose decepcionada y ridícula. Se dirige hacia el exterior donde la lluvia continúa empapando la hiedra. Él está allí. “¿Llego tarde? Lo siento. La lluvia… la carretera… los atascos… el coche…” En realidad, él no le da muchas explicaciones. Nunca las daba. Ella no las necesita, se las imagina.

Con un movimiento absurdo, casi imperceptible, azaroso e inseguro que dura pocos segundos, ella rompe en dos el mango del paraguas que se dispone abrir para guarecerse de la llovizna. Él se ríe o hace una mueca en un acto reflejo por corresponder la sonrisa de aquella chica que le mira algo aturdida. Está completamente segura de que todo ha sucedido tan rápido que él ni tan siquiera se ha percatado de su estupidez nerviosa. Refugiados bajo el saliente de la entrada, ella le cuenta con frenesí lo acontecido en los últimos meses, los proyectos y planes. Quiere impresionarle. Hace tanto que no se ven. Él la observa dos escalones por encima y apenas dice nada. La mira con gesto perdido mientras ella sigue con su agitada cantinela.

Durante los meses siguientes no ha dejado de preguntarse qué pensaba él mientras la observaba: ¿La había echado de menos? ¿Analizaba embelesado los cambios en su rostro? ¿O sólo tenía prisa por marcharse y buscaba educadamente un silencio en su discurso para escabullirse con palabras de ánimo?

Se despiden. Ella se marcha haciendo malabares por sujetar el paraguas bajo la lluvia. Es probable que ya hubiera dejado de llover, pero ella no lo percibe. Vuelve a casa. Durante el trayecto anda despistada, sus labios reclaman una sonrisa. No se da cuenta de que está enamorada. Se percataría mucho después, cuando empezó a desear verlo cada mañana.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Firmin


Dotar a los animales de humanidad no es algo novedoso en el mundo de la ficción. En realidad es algo tremendamente habitual en los dibujos animados. En la literatura, en cambio, no es tan común encontrar animales que interaccionen y sientan como humanos, si exceptuamos las lecturas fantásticas, de ciencia ficción o los cuentos infantiles.


Hace poco descubrí, o mejor dicho, me regalaron, uno de esos libros sencillos que dejan su pequeña huella. No digo pequeña por insignificante, sino por su canijo protagonista: Firmin. Una rata, de las noruegas, más conocidas como ratas de alcantarilla. Y ustedes se preguntarán: ¿una rata de alcantarilla canija? Exacto. Firmin, a diferencia de los de su especie, no se alimentó de carroña y sobras, sino de libros, en el sentido literal, créanme. No había noche en que no hundiera su hocico entre las páginas de un buen tomo. No le importaba el género, si bien es cierto que los hay más indigestos, como los de filosofía o astronomía, y más digeribles. Buen ejemplo de ello son las novelas de caballerías. O insípidos, como los de Jane Austen. No se ofendan. No lo digo yo, lo dice Firmin que de eso sabe un rato.

Quiso el azar que nuestro protagonista naciera en la librería de un barrio deprimido de Boston allá por los años 50. Sobrevivir no fue fácil. Una horda de ratones egoístas, sus hermanos, se abalanzaban día tras día sobre las ubres de su alcohólica madre sin dejar gota de leche. Fueron años difíciles. En el Boston de la época no era fácil llevarse algo digno a la boca, y más si eras una rata. Firmin no tuvo más remedio que acostumbrar su estómago a la tinta y al papel. Y poco a poco pasó de devorar sin sentido páginas y páginas a leerlas, para convertirse en un ratón inteligente.

No crean que es Firmin uno de esos roedores charlatanes y pizpiretas que acostumbran a salir en la gran pantalla como Mickey Mouse, Stuart Little o Remy de Ratatouille (y que conste mi simpatía hacia este último). No, Firmin es diferente. Es un personaje que provoca multitud de sentimientos a lo largo de la historia, desde el cariño, la fraternidad y el desprecio hasta la benevolencia. Es una rata culta y sabia, con problemas, soledades e inquietudes que van desde lo físico hasta lo intelectual. Melancólica y ruda a la vez. Algo humana, al fin y al cabo.

Firmin de Sam Savage es el viaje por los estantes de una extensa biblioteca, es una invitación a la lectura, un pasaje a nuevos universos e historias. Ser Lolita o Quijote por unos instantes. Un libro hecho para adolescentes y adultos. Una manera fácil y didáctica de formar entre el público más joven a nuevos lectores, sugiriéndoles más volúmenes, novelas, temáticas, autores y épocas. Savage busca provocar su curiosidad e intenta hacerles abrir un libro detrás de otro.

Pero no podemos olvidar que Firmin también es una historia crítica y cruel sobre los hombres. Sobre la frialdad, soledad y materialismo que les rodea y su deshumanización. Es una metáfora acerca de cómo el mundo tradicional y primario es devastado en pro del desarrollo. Firmin es más que puro entretenimiento, es reflexión.

miércoles, 21 de abril de 2010

2 días en París.


A las orillas del Sena no todo es amor, romance y sueños de juventud, también hay lugar para situaciones disparatadas, absurdos y paranoias infantiles. 2 días en París (2006) no es la típica comedia romántica a la que nos tiene acostumbrados la cartelera. Es una película sencilla, a la vez que surrealista, repleta de buenas intenciones.


Bajo la influencia del acertado y excéntrico humor woodilianesco, 2 días en París habla del amor defectuoso y auténtico, de la absurda búsqueda del príncipe azul (sueño infantil de la mujer inmadura actual), de las relaciones de pareja, la pérdida de la confianza y la reconciliación. Su protagonista masculino, Jack (Adam Goldberg), es un americano hipocondríaco, desconfiado e irónico. Sólo su aspecto y tatuajes lo alejan del redundante personaje fetiche de Woody Allen. Su antagónica es Marion (Julie Delpy), francesa, tranquila y liberal. La pareja, tras pasar unas vacaciones repletas de malentendidos en Italia, realiza, antes de regresar a Estados Unidos, una pequeña parada en París para recoger al gato de Marion. Se instalan en el minúsculo apartamento de ella, un habitáculo estrafalario y desaliñado que enerva la paciencia de Jack. En la planta baja viven los padres de Marion, a los que Jack todavía no conoce. El choque cultural no se hace de esperar.


La francesa Julie Delpy, guionista y directora de 2 días en París además de actriz, se ríe de si misma y con los suyos. Recurre al tópico parisien, del artista, del pintor y poeta. Reuniones de intelectuales regadas con vino y ostras. Extrañas interpretaciones del arte y visiones contemporáneas del sexo que perturban la rutina de sus protagonistas. Sobre todo la de Jack, que sin hablar francés tiene que lidiar entre ex novios de Marion y taxistas borrachos. Todo es raro, diferente y desesperante para él.


Julie Delpy reconfigura la escena tradicional. Los barrios, callejuelas y mercados cobran un protagonismo especial, encantador y bohemio que sustituye a las habituales imágenes parisinas. Y sus casas, vecinos, gritos, goteras y moho desplazan a los portentosos alojamientos turísticos.

Rodada con sencillez y sin mayores pretensiones, 2 días en París despierta simpatía, transmite frescura y crea un clima de reflexión final. Los ingredientes perfectos para una comedia romántica ‘imperfecta’.

domingo, 7 de marzo de 2010

An education.



La necesidad de evasión, afán y anhelo de buscar lo distinto, lo aristocrático, desemboca, sobre todo, en una especial devoción por París, inspiración y meta de multitud de jóvenes, con su Montmartre y sus cafés. Allí se dan cita un sinfín de escritores, fotógrafos, maestros y artistas, bohemios y dandys. París representa el amor y el erotismo, más allá de lo físico, y así ha sido plasmado en el cine, la poesía y la música, como el concepto de algo bello e inigualable, digno de grandes pasiones y reflexiones, imprescindible, necesario y vital para alcanzar la felicidad.

Es por ello por lo que el cine ya no es sólo un vehículo fugaz y seductor para contar historias, entretener y emocionar, sino una ventana a los barrios, ciudades y países vecinos. Sus calles, gastronomía y gentes se armonizan con la ficción, ofreciendo su mejor cara, la de postal de bellos colores, una imagen seductora, emocionante y conmovedora, donde los amantes pasean al atardecer y los besos son capturados sobre el puente insignia de la ciudad.

Las jóvenes, ávidas de emoción, experiencias y juventud eterna, han idealizado París y la han convertido en la ciudad del amor, ejemplo de pasión por la vida. Y buscan en sus callejuelas encantadas, tenuemente iluminadas, ser descubiertas por un amante trasnochado, paradigma del amor imposible, con el propósito de alcanzar una madurez viva y decidida.


Y bajo el destacado influjo de la literatura y las artes se desarrolla An Education (2009) de Lone Scherfig, una novedosa e interesante propuesta cinematográfica que aporta aire puro a la fatigosa cartelera actual. An Education nos transporta a las pasiones y entelequias propias de una adolescencia curiosa e insensata, a las fantasías y ensueños de madurez, de la mano de la brillante estudiante de 16 años Jenny (Carey Mulligan), una joven que se debate entre dos mundos opuestos en el marco de una sociedad en constante renovación, la de los 60, en la que la mujer comienza a despuntar y acceder a nuevos roles sociales hasta ahora reservados al hombre. Así, Jenny pretende estudiar literatura en Oxford, viajar a París, hablar francés y fumar cigarrillos a las orillas del Sena, en un ejercicio de exaltación de la cultura que idolatra y admira.

Es entonces cuando conoce a David (Meter Sarsgaard), un hombre maduro que satisfará las quimeras y ensoñaciones de juventud de Jenny con cenas elegantes, subastas de arte y viajes, envolviéndola en un halo de simulada madurez y vanidad y apartándola de su idea de ir a la Universidad, pues todo aquello que ambicionaba ya lo disfruta sin esfuerzo alguno.


El escritor británico Nick Hornby es el autor del guión de An Education, basada en el libro de Lynn Barber del mismo nombre. Es, sin duda, una película deliciosa de principio a fin gracias, entre otras cosas, a la banda sonora, en la que se suceden atractivas y fascinantes melodías como Sous le ciel de Paris de Juliette Greco o la desgarradora voz de Duffy en Smoke without fire, así como a una estética y una fotografía exquisita, tremendamente cuidadas. Destaca también la maravillosa y sorprendente interpretación de Carey Mulligan (Premio Bafta a la Mejor Actriz).

Imprescindible.

viernes, 26 de febrero de 2010

Si la cosa funciona.



Si la cosa funciona (Whatever works, 2009) significó el regreso de Woody Allen a los escenarios neoyorquinos recuperando la esencia de la ciudad, esa vorágine que lo cambia todo y que parece no tener vuelta atrás. El ambiente ruidoso y ciertamente desquiciante de la Gran Manzana parece empatarse con sus personajes. Inconfundibles. Los de siempre. Los de Allen. Su protagonista Boris Yellnikof (Larry David), un profesor universitario misántropo, hipocondríaco, suicida y malhumorado, rescata la personalidad del eterno Woody Allen llevado al extremo de su propia existencia. Junto a él, Melodie (Evan Rachel Wood), una jovencísima chica del sur, ávida de experiencias, que escapa de casa con una maleta repleta de curiosidad y optimismo y los padres de ésta, un matrimonio antediluviano, reprimido, cercado por las circunstancias del lugar donde les tocó vivir, en busca de una nueva oportunidad. Todos ellos configuran este particular cuadro cinematográfico sobre las relaciones sociales y personales que sin mayores pretensiones que, aparentemente, las de entretener, nos regala una reflexión acerca de nosotros mismos, nuestras expectativas, deseos y las de los demás.

Para Woody Allen el hecho de que algo funcione ya parece colmar las expectativas de la eterna, y en ocasiones, decepcionante, búsqueda de la felicidad que el cine, el arte y las letras han introducido en nuestro imaginario colectivo provocándonos un extraña frustración irremediable. En cambio, en Si la cosa funciona los fracasos, errores, desatinos y absurdos de nuestra vida consiguen perder valor gracias a la ironía tan característica de las películas de Woody Allen, donde la diferencia de edad en la pareja, la homosexualidad y los ménage à trois adquieren un matiz diferente, dotándolos de algo entrañable y divertido.

lunes, 22 de febrero de 2010

Las últimas miradas.


El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

Enrique Anderson Imbert.

domingo, 3 de enero de 2010

Lea, lea... que es gratis.


No veo nada. Resulta difícil moverse entre el tumulto. Navidad. Puede ser cualquier centro comercial. Planta Baja. Sección de juguetes. Por los altavoces es probable que esté sonando un artista nacional o internacional de éxito. Es irreconocible. Las voces, el constante ir y venir de carros, una niña vivaracha y feliz que canta villancicos, dos matrimonios que parecen discutir quién se lleva el último juguete de la estantería.

Intento abrirme paso. ¡Qué calor! Me duelen los pies. ¡Malditos tacones! Pasillo 5. Juegos de mesa. No, no está. Da igual. No voy a buscarlo. Salgamos de aquí. Por ahí. Electro-hogar.

Señoras a la derecha. A la izquierda, más pasillos. Un carro que se cruza. Un anciano perdido parece buscar una cara familiar que le pueda acompañar a un lugar más tranquilo. Todo recto. No puedo continuar. Un grupo de mujeres se arremolina junto a lo que parece una cafetera. No, no está George Clooney.

El vocerío es incesante. Una chica joven hace cafés en el pequeño electrodoméstico. Es el nuevo modelo. Ya a la venta. Lineal. Rojo. Negro. Las cápsulas utilizadas se acumulan en un lateral junto a los vasos usados. Pañuelos. Servilletas. Manchas de café. Señoras que estiran su cuello para ver mejor. Cadenas de oro. Su turno. Alguien se ha colado.

Han pasado tan sólo unos segundos. Una eternidad. El rumor se vuelve apabullante. ¿Qué ocurre? La gente comienza a perder su identidad propia. Todos me parecen iguales. No distingo entre chaquetas de plumas y abrigos de piel, entre tintes rubios y cobrizos. El grupo crece por momentos. Los carros son abandonados a su suerte.

Cafés gratis. Muestra comercial creo que lo llaman los publicistas y expertos en marketing. Pruébelo, es gratuito. Cómprelo. No encontrará estas fiestas nada mejor. Regálelo. Regáleselo. No importa. Sólo cómprelo.

- ¿Antonia, no te dijo el médico que no podías tomar café?
- Mujer, un día es un día.

Quiero alejarme. Los brazos se alargan. Varias manos, seis, quizá siete, luchan por abrirse paso y alcanzar un café. Un estimulante sin coste alguno. ¿Está bueno? No les da tiempo a degustarlo. Lo ingieren con prontitud. Quema. No importa. Es gratis. Quizá vayan a por otro, les ha sabido a poco. Ya que es gratis.

¿Qué tendrá esa palabra que hace perder los estribos de ese modo a algunas personas? Dejan a un lado su integridad para acaparar con enormes ansias, a montones si es preciso, todo aquello que se ofrece bajo la etiqueta de gratuito. No importa la identidad y coste del regalo. Tampoco importa si lo necesitas o no. Caramelos, pasteles, panfletos, bolígrafos, un póster, la gorra de un partido político al que nunca pensó votar. Todo vale, si es gratis.

Estoy a salvo. Escaleras mecánicas. Sótano. El caos queda arriba. Pienso, luego existo.