miércoles, 7 de julio de 2010

El paraguas.


Fotografía de Paul Preece.

Se esfuerza en recordar la manera exacta en la que ha llegado hasta allí. Desconoce cuál ha sido el desencadenante que la ha traído de vuelta a ese lugar y repasa hasta la extenuación lo acontecido en los últimos días. Todo ha sucedido demasiado rápido. Le reconforta creer que una mano, casi divina, ha ejecutado con maestría una jugada en el excepcional tablero de ajedrez que simboliza su vida. Le divierte pensar que ella es la reina y no un simple peón.

Está sentada en un banco de madera contrachapada de color verde. Permanece inmutable pese a los nervios. Sabe que no tiene nada que temer, pero está algo preocupada. Siempre lo está. Se siente ridícula ahí sentada esperando. Transcurren lentamente los minutos y ella sigue allí, tan inmóvil que parece mimetizarse con el entorno. El ambiente es tedioso, no hay actividad, las coloridas paredes han perdido su alegría, se han difuminado en una atmósfera gris. Sabe que no es cierto, pero diría que en algún momento pudo vislumbrar una tenue niebla danzando lentamente por el interior del edificio. Las luces apenas iluminan la estancia. Allí, aparte de ella, sólo hay un incómodo silencio. A veces pisadas, voces y alguna cara conocida. La saludan con un cariño que la conmueve. Fuera el ambiente es extremadamente húmedo, no logra recordar cuánto tiempo hace que ha empezado a llover.

Durante las últimas semanas no ha dejado de reconstruir una y otra vez estas escenas en su cabeza intentando darles un sentido. ¿Era octubre? Es probable. El día no lo recuerda, aunque está casi segura de que era jueves. Llegaba un día tarde. Pensándolo bien, quizá más. Cosas del destino, caprichoso y voluble. Aún así nunca ha dejado de creer en él.

Sigue allí sentada, en el mismo lugar. Sólo mueve las piernas. Se trata de un ejercicio intermitente, casi automático, para evitar la desidia y el incómodo hormigueo que le produce permanecer en la misma posición. ¿Hacía ya una hora que estaba allí? Una voz femenina, divertida y afable, inteligente y sabia, le dice que no espere más. “¡Pasa, pasa! ¿Son sólo esos papeles? ¡Mujer! ¡Haberlo dicho antes! Para ese trámite no es necesario que esperes a nadie en particular.” En realidad, si ha aguardado largo tiempo allí plantada es por reencontrarse con él. No sabe qué le empuja hacerlo. Nunca antes había sentido esa necesidad. Quería darle las gracias por haber estado en el lugar adecuado en el momento idóneo. Más tarde, meses después, alimentaría la ilusión de que el destino les daba una nueva oportunidad.

Tiempo atrás él le había hecho una pregunta sobre su futuro, ella no la supo interpretar y contestó una incongruencia para salir del paso. Ahora es capaz de recordar la tristeza que emanaba de su voz. Él le había lanzado un grito desesperado y no lo supo ver: “No te alejes, quiero protegerte y enseñarte todo lo que sé antes de que te vayas. Todavía es pronto para que vueles sola.”

Agitadamente cruza el umbral de la puerta sintiéndose decepcionada y ridícula. Se dirige hacia el exterior donde la lluvia continúa empapando la hiedra. Él está allí. “¿Llego tarde? Lo siento. La lluvia… la carretera… los atascos… el coche…” En realidad, él no le da muchas explicaciones. Nunca las daba. Ella no las necesita, se las imagina.

Con un movimiento absurdo, casi imperceptible, azaroso e inseguro que dura pocos segundos, ella rompe en dos el mango del paraguas que se dispone abrir para guarecerse de la llovizna. Él se ríe o hace una mueca en un acto reflejo por corresponder la sonrisa de aquella chica que le mira algo aturdida. Está completamente segura de que todo ha sucedido tan rápido que él ni tan siquiera se ha percatado de su estupidez nerviosa. Refugiados bajo el saliente de la entrada, ella le cuenta con frenesí lo acontecido en los últimos meses, los proyectos y planes. Quiere impresionarle. Hace tanto que no se ven. Él la observa dos escalones por encima y apenas dice nada. La mira con gesto perdido mientras ella sigue con su agitada cantinela.

Durante los meses siguientes no ha dejado de preguntarse qué pensaba él mientras la observaba: ¿La había echado de menos? ¿Analizaba embelesado los cambios en su rostro? ¿O sólo tenía prisa por marcharse y buscaba educadamente un silencio en su discurso para escabullirse con palabras de ánimo?

Se despiden. Ella se marcha haciendo malabares por sujetar el paraguas bajo la lluvia. Es probable que ya hubiera dejado de llover, pero ella no lo percibe. Vuelve a casa. Durante el trayecto anda despistada, sus labios reclaman una sonrisa. No se da cuenta de que está enamorada. Se percataría mucho después, cuando empezó a desear verlo cada mañana.

No hay comentarios: