domingo, 3 de enero de 2010

Lea, lea... que es gratis.


No veo nada. Resulta difícil moverse entre el tumulto. Navidad. Puede ser cualquier centro comercial. Planta Baja. Sección de juguetes. Por los altavoces es probable que esté sonando un artista nacional o internacional de éxito. Es irreconocible. Las voces, el constante ir y venir de carros, una niña vivaracha y feliz que canta villancicos, dos matrimonios que parecen discutir quién se lleva el último juguete de la estantería.

Intento abrirme paso. ¡Qué calor! Me duelen los pies. ¡Malditos tacones! Pasillo 5. Juegos de mesa. No, no está. Da igual. No voy a buscarlo. Salgamos de aquí. Por ahí. Electro-hogar.

Señoras a la derecha. A la izquierda, más pasillos. Un carro que se cruza. Un anciano perdido parece buscar una cara familiar que le pueda acompañar a un lugar más tranquilo. Todo recto. No puedo continuar. Un grupo de mujeres se arremolina junto a lo que parece una cafetera. No, no está George Clooney.

El vocerío es incesante. Una chica joven hace cafés en el pequeño electrodoméstico. Es el nuevo modelo. Ya a la venta. Lineal. Rojo. Negro. Las cápsulas utilizadas se acumulan en un lateral junto a los vasos usados. Pañuelos. Servilletas. Manchas de café. Señoras que estiran su cuello para ver mejor. Cadenas de oro. Su turno. Alguien se ha colado.

Han pasado tan sólo unos segundos. Una eternidad. El rumor se vuelve apabullante. ¿Qué ocurre? La gente comienza a perder su identidad propia. Todos me parecen iguales. No distingo entre chaquetas de plumas y abrigos de piel, entre tintes rubios y cobrizos. El grupo crece por momentos. Los carros son abandonados a su suerte.

Cafés gratis. Muestra comercial creo que lo llaman los publicistas y expertos en marketing. Pruébelo, es gratuito. Cómprelo. No encontrará estas fiestas nada mejor. Regálelo. Regáleselo. No importa. Sólo cómprelo.

- ¿Antonia, no te dijo el médico que no podías tomar café?
- Mujer, un día es un día.

Quiero alejarme. Los brazos se alargan. Varias manos, seis, quizá siete, luchan por abrirse paso y alcanzar un café. Un estimulante sin coste alguno. ¿Está bueno? No les da tiempo a degustarlo. Lo ingieren con prontitud. Quema. No importa. Es gratis. Quizá vayan a por otro, les ha sabido a poco. Ya que es gratis.

¿Qué tendrá esa palabra que hace perder los estribos de ese modo a algunas personas? Dejan a un lado su integridad para acaparar con enormes ansias, a montones si es preciso, todo aquello que se ofrece bajo la etiqueta de gratuito. No importa la identidad y coste del regalo. Tampoco importa si lo necesitas o no. Caramelos, pasteles, panfletos, bolígrafos, un póster, la gorra de un partido político al que nunca pensó votar. Todo vale, si es gratis.

Estoy a salvo. Escaleras mecánicas. Sótano. El caos queda arriba. Pienso, luego existo.