Si una persona quiere aprender multitud de insultos lo mejor es que acuda a un partido de fútbol. Y es que España es un país de contrastes. Las instituciones y organismos nacionales se esfuerzan en intentar vender, a través de eventos y programas turísticos, una imagen de modernidad y progreso: España ha dejado atrás sus años grises para alcanzar el ritmo y la prosperidad europea a contrarreloj. Las grandes marcas internacionales abren nuevas sucursales en nuestras calles, pero la realidad es muy diferente. Detrás de la imagen cosmopolita de catálogo y revista de viajes, encontramos pequeños barrios degradados con montañas de escombros olvidados de alguna obra realizada años antes. Al mismo tiempo un amplio porcentaje de la población nos recuerda que seguimos viviendo en la España de la charanga y pandereta, donde hay un Bar Manolo en cada esquina y los vocablos malsonantes son la mejor forma de saludar al prójimo.
A principios de junio fui a ver un partido de tercera división a la Ciudad Deportiva del Valencia C.F. en Paterna. Para llegar hasta allí debes recorrer una carretera estrecha de curvas y cuestas, donde no existe siquiera una línea que separe los dos sentidos de circulación. Tampoco hay arcén, así que es frecuente compartir la calzada con peatones despreocupados, que marchan a sus anchas en modo excursionista. (¿Por qué en España la gente camina por la zona reservada para vehículos y en vez de apartarse siguen su curso tranquilamente o se hacen a un lado con paso lento y malos modos?) En definitiva, resulta incomprensible que un club de fútbol de primera división que maneja millones de euros en publicidad y subvenciones permita que exista una vía de acceso a sus instalaciones de tales características. Sobretodo si tenemos en cuenta que sus futbolistas conducen potentes deportivos a más de cien kilómetros por hora.
Una vez allí, conocí los olores y sonidos de la España dominguera. Los aficionados se colocaban en sus puestos provistos de los víveres esenciales de una jornada futbolera: bocadillo de embutido, acompañado de patatas con ali-oli y cerveza. El partido, Valencia B Mestalla - Real Ávila, prometía ser interesante y reñido, así que fueron muchos los que se acercaron hasta allí. Incluido un grupo de abulenses que demostraron gran deportividad, sentido del humor y saber estar.
Entre los espectadores valencianistas destacaba un hombre que decidí bautizar como "el Roberto Cavalli de mercadillo", prototipo del aficionado español maleducado y bruto, que se crece ante las risas de sus camaradas. Huele a rancio, viste camiseta negra bastante desgastada con un dragón estampado y restos de caspa, vaqueros ceñidos y cinturón de piel de cocodrilo. Todo resulta ser imitación de marcas de postín. Adorna sus manos con varios sellos de oro. Este personaje típico de la cultura nacional carga contra los jugadores, el entrenador y los árbitros sin motivos aparentes, desde los primeros minutos de juego, mientras insta a sus congéneres a animar al Valencia con aplausos a destiempo y voces que se pierden en el campo.
No escatima en improperios e injurias, víctima de un fanatismo desproporcionado, nada recomendable, que le impide reconocer el buen juego del contrincante o los fallos defensivos propios. Las actuaciones de este tipo de personas deslucen una campechana mañana futbolística, donde no había calidad, pero sí muy buenas intenciones por parte del equipo abulense. El Real Ávila ganó 0-2, pese a ello no consiguió clasificarse en la lucha por el ascenso a Segunda B.
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