Si la cosa funciona (Whatever works, 2009) significó el regreso de Woody Allen a los escenarios neoyorquinos recuperando la esencia de la ciudad, esa vorágine que lo cambia todo y que parece no tener vuelta atrás. El ambiente ruidoso y ciertamente desquiciante de la Gran Manzana parece empatarse con sus personajes. Inconfundibles. Los de siempre. Los de Allen. Su protagonista Boris Yellnikof (Larry David), un profesor universitario misántropo, hipocondríaco, suicida y malhumorado, rescata la personalidad del eterno Woody Allen llevado al extremo de su propia existencia. Junto a él, Melodie (Evan Rachel Wood), una jovencísima chica del sur, ávida de experiencias, que escapa de casa con una maleta repleta de curiosidad y optimismo y los padres de ésta, un matrimonio antediluviano, reprimido, cercado por las circunstancias del lugar donde les tocó vivir, en busca de una nueva oportunidad. Todos ellos configuran este particular cuadro cinematográfico sobre las relaciones sociales y personales que sin mayores pretensiones que, aparentemente, las de entretener, nos regala una reflexión acerca de nosotros mismos, nuestras expectativas, deseos y las de los demás.
Para Woody Allen el hecho de que algo funcione ya parece colmar las expectativas de la eterna, y en ocasiones, decepcionante, búsqueda de la felicidad que el cine, el arte y las letras han introducido en nuestro imaginario colectivo provocándonos un extraña frustración irremediable. En cambio, en Si la cosa funciona los fracasos, errores, desatinos y absurdos de nuestra vida consiguen perder valor gracias a la ironía tan característica de las películas de Woody Allen, donde la diferencia de edad en la pareja, la homosexualidad y los ménage à trois adquieren un matiz diferente, dotándolos de algo entrañable y divertido.