viernes, 26 de febrero de 2010

Si la cosa funciona.



Si la cosa funciona (Whatever works, 2009) significó el regreso de Woody Allen a los escenarios neoyorquinos recuperando la esencia de la ciudad, esa vorágine que lo cambia todo y que parece no tener vuelta atrás. El ambiente ruidoso y ciertamente desquiciante de la Gran Manzana parece empatarse con sus personajes. Inconfundibles. Los de siempre. Los de Allen. Su protagonista Boris Yellnikof (Larry David), un profesor universitario misántropo, hipocondríaco, suicida y malhumorado, rescata la personalidad del eterno Woody Allen llevado al extremo de su propia existencia. Junto a él, Melodie (Evan Rachel Wood), una jovencísima chica del sur, ávida de experiencias, que escapa de casa con una maleta repleta de curiosidad y optimismo y los padres de ésta, un matrimonio antediluviano, reprimido, cercado por las circunstancias del lugar donde les tocó vivir, en busca de una nueva oportunidad. Todos ellos configuran este particular cuadro cinematográfico sobre las relaciones sociales y personales que sin mayores pretensiones que, aparentemente, las de entretener, nos regala una reflexión acerca de nosotros mismos, nuestras expectativas, deseos y las de los demás.

Para Woody Allen el hecho de que algo funcione ya parece colmar las expectativas de la eterna, y en ocasiones, decepcionante, búsqueda de la felicidad que el cine, el arte y las letras han introducido en nuestro imaginario colectivo provocándonos un extraña frustración irremediable. En cambio, en Si la cosa funciona los fracasos, errores, desatinos y absurdos de nuestra vida consiguen perder valor gracias a la ironía tan característica de las películas de Woody Allen, donde la diferencia de edad en la pareja, la homosexualidad y los ménage à trois adquieren un matiz diferente, dotándolos de algo entrañable y divertido.

lunes, 22 de febrero de 2010

Las últimas miradas.


El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

Enrique Anderson Imbert.